miércoles, 1 de abril de 2009

Bien gracias, ¿y usted?

Me gustaría ver una OEA más activa en los conflictos internacionales
De pequeño sentía una gran fascinación por los organismos internacionales como la ONU y la OEA, pues los veía como el gran ‘‘melting pot’’ del mundo. En aquel entonces me costaba entender su funcionamiento y hasta en qué idioma se entendían, cosa que finalmente comprendí cuando visité la sala de sesiones de la OEA en Washington. Allí empecé a comprender la grandeza de la Organización de Estados Americanos y asimilé su gran importancia.
Sin embargo, confieso que a veces me considero el estúpido más grande en cuanto a la ONU se refiere, pues no termino de entender por qué unos pocos países (léase el Consejo de Seguridad) ejercen un control omnipotente sobre los otros, gracias a su incuestionable veto sobre las decisiones que tomen, antojadizas o no.
Pero regresemos a nuestro propio y exclusivo patio y permítanme tratar de hacer un modesto análisis de algunas experiencias que, al final, son las que me han llevado escribir esta nota.
Hace algunos años, el Gobierno argentino decidió recuperar las Malvinas que, por más imperialistas que seamos, hay que reconocer que están mucho más cerca de Argentina que de Inglaterra. Varios países americanos se manifestaron solidarios con la reivindicación argentina, mientras que otros miembros de la OEA llegaron a violar acuerdos internacionales de defensa recíprocos, por compartir la opinión de la potencia británica. ¿Y la OEA?, pues bien gracias, ¿y usted?
Cuando a finales de los 80, el tristemente célebre general Manuel A. Noriega hacía y deshacía de las suyas en Panamá, atacando civiles, destruyendo empresas y repartiendo plata para sus amigos y plomo a sus enemigos, la OEA se limitó a realizar reuniones, consultas, misiones, y hubo que esperar la acción militar –la nefasta invasión– de la poderosa nación para podernos liberar del monstruo que ellos habían creado, entrenado, condecorado y pagado. Pero al final del cuento, la OEA... bien gracias, y ¿usted?
Uno se hubiera imaginado, por ejemplo, que por ser colombiano y expresidente, el secretario general de la OEA, César Gaviria, hubiera cobrado un interés especial por la guerra fratricida que por más de 40 años vienen librando la inmensa mayoría de habitantes de ese bello país, en contra de menos del 0.01% de la población colombiana (comprendidos todos los narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros que viven dentro y fuera de Colombia), y que han causado desprestigio, luto, dolor y pena a los buenos hermanos colombianos. En este caso específico, uno pensaría que el Dr. Gaviria promovería más misiones de acercamiento, habría ofrecido becas a niños colombianos, se hubiera ofrecido a administrar la zona de despeje creada, hubiera ofrecido un patrullaje conjunto de fuerzas; en fin, tantas cosas que, como secretario general de la más grande organización diplomática del continente, podía promover. Sin embargo, una vez más la OEA... bien gracias, ¿y usted?
Hace unos meses, una misión de observación de la OEA viajó a Perú a observar las elecciones en ese país. Al concluir su participación y a través de un elocuente vocero guatemalteco, se dejó constancia de que no existían las condiciones ideales (léase democráticas y justas) para que hubiera elecciones libres en la tierra conquistada por Pizarro.
Y, ¿qué hace la OEA? Desautoriza a su misión y procede a conformar otra que acudiría a Lima para conversar con el mismísimo promotor de la desestabilización del sistema democrático peruano y gobernante de facto reelecto para un nuevo período constitucional, gracias a las decisiones de los mismos cuerpos electorales que designó y controló a su antojo.
La nueva misión se entrevista con los asesores (imagínense quién podría estar detrás de todo esto) del presidente, y entre ellos se acuerda la revisión de las infraestructuras democráticas del Perú y se retiran con el compromiso del ‘‘chino’’, en el sentido de que si lo dejan tranquilo, abriría su compás lo suficiente para que la oposición sintiera que participaba.
Me imagino que los embajadores debieron haber quedado anonadados cuando hace algunas semanas, y gracias a la existencia de pruebas innegables, el pueblo peruano pudo ver cómo se había fraguado un complot para permitir la corrupción de funcionarios y dirigentes. Y vuelvo a comentar, la OEA... bien gracias, ¿y usted?
Quiero regresar al tema de la timidez con la que actuaron y se manifestaron algunos de los países miembros de la OEA, ante la propuesta norteamericana de condenar la farsa montada en Perú. Lo que sucedió es que muchos de los gobernantes que se mantienen en el poder, gracias a estructuras democráticas tan frágiles como la cabeza de un recién nacido, se vieron reflejados en el espejo de Perú, y prefirieron no hacer lo que su conciencia les debió haber dictaminado: condenar el ejercicio de la dictadura civil del presidente Fujimori y promover unas nuevas elecciones, bajo la directa supervisión de un cuerpo colegiado nuevo o de un cuerpo multinacional que asegurara el libre ejercicio del sufragio universal.
Lo más triste es que ninguno de los embajadores ante la OEA trabaja gratis; todos gozan de altos salarios y privilegios que son la envidia de muchos profesionales. La OEA debería funcionar cuando sus miembros lo necesitan, no ‘‘después de los pavos’’, como hubiera dicho mi abuela. A mí, en lo personal, me gustaría ver una OEA que se pronuncie en contra de los abusos y violaciones de los derechos humanos que se dan en los países miembros (y esto implica el retorno al seno de la organización de todos los países del continente americano), con pronunciamientos enérgicos pero respetuosos. Significa la promoción de la educación tradicional y en valores que tanto necesitan nuestros niños y jóvenes. Me gustaría ver a una OEA más activa en los conflictos internacionales e inclusive en los que, como el colombiano, afecta a más de uno de los países vecinos. Me gustaría ver una OEA promoviendo y haciendo lo imposible por lograr una real y tangible integración americana, sin fronteras ni barreras políticas o económicas, con múltiples idiomas e idiosincrasias, con su tradicional gente buena y trabajadora.
Trabajemos pues para demandar –no solo solicitar– que sean nuestros presidentes los que hagan temblar el viejo árbol para que las nuevas raíces se acomoden, y se fortalezca el tronco que permita el florecimiento de nuevas hojas y flores que embellecerán ese suelo americano unido, con el que soñó el gran libertador Simón Bolívar.

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