sábado, 4 de julio de 2015

Más ‘raspao’ para el mundo

Los invito a leer y compartir éste artículo que escribió mi sobrina: Juliette Chevalier


El mundo es super cool, a menudo damos esto por sentado. Vivimos en la burbuja del lugar en el que estamos y con la gente de la que nos rodeamos. Pensamos que América es el centro del universo y nos olvidamos de que la mayoría de la población mundial está, de hecho, del otro lado del charco.
El semestre pasado tuve la oportunidad de darle la vuelta al mundo en un recorrido que tardó 112 días a bordo de un bote. Salí de Estados Unidos y crucé el Pacífico para luego recorrer Asia, África y terminar en Europa.
Visité el país más budista del mundo, un McDonalds vegetariano y tres de las siete maravillas del mundo. Volé en un globo aerostático por encima de las 2 mil 200 pagodas de Bagan, me tiré en paracaídas en Namibia, nadé con tiburones blancos en Sudáfrica y me puse un sari cuando visité el Taj Mahal. Pero sin importar lo radiantes que fueran los lugares que vi, la realidad es que ninguno le llega a los tobillos a mi Panamá.
El mundo es súper cool, pero Panamá es mejor, más que nada porque es mí país. Aunque yo no lo fundé, lo defino y lo represento por el simple hecho de portar mi documento de nacionalidad, mejor conocido como cédula. Y sí, por supuesto que estoy parcializada. Pero considero que eso es irrelevante, porque después de ver todo lo que otras naciones tienen que ofrecer sigo con una pregunta que no puedo sacarme de la cabeza: ¿Qué es lo que en realidad hace único a Panamá? ¿Qué lo diferencia del resto de los países latinoamericanos que, con igual sazón y calor, invitan al resto del mundo a visitarlos?
Sin ganas de pelear contra esa gran fuerza que es la globalización, si algo aprendí de mi travesía es que entre más globalizado es un país, más pierde su esencia. No es que no necesitemos a los inversionistas de afuera, o las marcas internacionales o los edificios altos. Necesitamos todo eso. Panamá se fundó con esa diversidad global que nos caracteriza desde los tiempos de las ferias de Portobelo, antes de que tan siquiera el país fuera considerado como un Estado soberano. Pero ahora los edificios altos tapan el sol que ya no alumbra en mi ventana, yo me visto igual que lo hace el resto del mundo y cada día mi ciudad se parece menos a Panamá y más a Miami, perdiendo así su identidad.
De manera semejante a alguien que reflexiona sobre qué quiere llegar a ser como persona, creo que a Panamá le toca pensar adónde quiere llegar como nación. El país vive una etapa clave de su historia: contamos con dinero para hacer los cambios que queremos ver reflejados en las calles y la motivación para hacerlo ya. Tenemos dos opciones: la primera, podemos convertir a la ciudad de Panamá en una de las más apáticas del mundo, con rascacielos uno al lado del otro, pero sin lugares para ir; o podemos hacer que sea una de las más reconocidas, por la música en las calles, por los conocidos grafitis, de polleras y tembleques, por nuestras excelentes obras teatrales y la creatividad que rodea nuestras calles.
No dejemos que la avalancha de la globalización haga a un lado la receta de nuestro sancocho, el raspao o el helado tableño. Preservemos, apoyemos y valoremos la cultura e identidad nacional. Démosle color y sabor al cemento, y no permitamos que nadie nos diga qué tenemos que hacer ni cómo.
¡Hagamos de Panamá un país único, por ser nuestro!

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